domingo, 12 de abril de 2009

"La casa en París" de Elizabeth Bowen



En un momento de esta espléndida novela se intercala una reflexión de signo autoral que introduce un margen de prudente distanciamiento ante los cómodos reduccionismos en que se puede incurrir a la hora de emitir un juicio:
Lo que la señora Michaelis opinaba de Max y sobre las razones que este tenía para querer casarse con Naomi serían sin duda ciertas... en el caso de que Max pudiese ser prensado dentro de un libro igual que una flor. Pero era evidente que tenía un grosor y que no podría ser prensado sin perder su forma.
En la página anterior se había deslizado esta luminosa declaración de principios: “Las cosas no adquieren existencia sin su indeterminación; sin ella, no se desean.” Partiendo de tales premisas, parece claro que Elizabeth Bowen (1899-1973), novelista angloirlandesa de la que hasta el año pasado (en que se publicaron en Pre-textos la novela que comento y unas memorias de infancia bajo el título de Siete inviernos) nada se había traducido al español, rehuirá la sobreexposición y los retratos frontales, decantándose más por el difuminado y el escorzo. En cualquier caso, el logro formal resultante de tal empeño supone la cristalización de una escritura cuya complejidad se revela digna heredera de Henry James: al igual que el maestro americano, Bowen construye un espacio discursivo en el que no importan tanto los hechos como su inestable y dubitativo reflejo en las conciencias a través de los cuales aquellos comparecen. Ese temblor de la percepción, el margen de indeterminación que abre, provoca una fractura epistemológica por la que terminará despeñándose todo aquel universo estable de representación que conocemos, valiéndonos de una generalización abusiva, como novela decimonónica. El acuerdo tácito entre mundo y representación en que se fundaba termina disolviéndose y desembocando en la corriente de conciencia del modernismo anglosajón, en cuyo seno se dislocarán y pondrán en entredicho los dos términos del pacto: tanto sujeto como realidad perderán la solidez de su estatuto anterior y la dilución de sus contornos, su pérdida de sustancialidad, certifican el final de una época.
En este proceso de desarticulación, y al margen de precisiones cronológicas, podemos situar a Elizabeth Bowen en un punto intermedio. Sin llegar a los extremos del modernismo de Virginia Woolf o Joyce (ruptura de los nexos lógicos o disgregación de las coordenadas de tiempo y espacio), se instala en un estimulante terreno de juego dominado por la ambigüedad, extendida a los límites entre realidad y ficción, a la (auto)percepción de los personajes o a la resolución de los conflictos planteados.
Determinante en este sentido es el complejo mecanismo puesto en pie para vehicular los diferentes puntos de vista a través de los que el lector accede al universo narrativo en las tres partes en las que se divide la novela. En la primera y en la última, referidas al presente, la óptica elegida es la de dos niños, Henrietta y Leopold, que, sin conocerse previamente y por motivos distintos, coinciden durante unas horas en la casa parisina del título, domicilio de madame Fisher -anciana dama cuya enfermedad la ha confinado en la cama- y su hija Naomi: Henrietta, de once años, debe esperar a que vengan a recogerla para conducirla a la villa de Menton, donde pasará una temporada en casa de su abuela, mientras que Leopold, dos años más joven, aguarda la llegada de su madre Kate, a la que todavía no conoce. En la tercera parte, al punto de vista infantil se añade el de Ray Forrestier, marido de Kate y elemento decisivo en la resolución de la trama. La segunda parte se remonta diez años para relatarnos a través de Kate, comprometida ya entonces con Ray, su relación secreta con Max, novio de su amiga Naomi Fisher. Aunque la transición entre los distintos puntos de vista y la analepsis central terminen por dibujar un mapa relativamente completo que permite la orientación de lector, no es menos cierto que existen zonas en blanco, tanto en personajes como en motivaciones, que exigen una permanente tensión inquisitiva e imaginativa e impiden, sometidos a un insoluble proceso de ambiguación, la absoluta estabilización de los significados.
Retomemos por un instante el aserto antes comentado de la autora y fijémonos en la última frase: “Las cosas no adquieren existencia sin su indeterminación; sin ella, no se desean.” Si en la pugna librada entre realidad y deseo la novela realista había certificado la derrota de este último (tal y como se manifiesta en el suicidio de sus dos heroínas emblemáticas, Anna Karenina y Enma Bovary) y la sutura -aunque fuese en falso- del dominio precario de las convenciones sociales, la novela moderna establecerá un vínculo causal explícito entre la indefinición del nuevo espacio discursivo y la afirmación del deseo: espacio, por lo tanto, deseante y construido sobre un doble rechazo formal e ideológico de las tradiciones culturales y sociales. No es azarosa, entonces, la centralidad estructural y causal del affaire clandestino entre Kate y Max, cuya gravitación pasional perturbará el tejido de relaciones entre los personajes y desafiará la autoridad del orden patriarcal. Este está representado en la novela por las madres de Kate y Naomi (la señora Michaelis y madame Fisher, respectivamente), que reaccionarán de modo diverso, pero coincidente en la anulación de la brecha abierta por la transgresión de los amantes: mientras que en el primer caso la reacción es el silencio y la negación de los hechos, en el segundo el dominio se ejercerá con la crudeza del que se siente traicionado en su poder, provocando una tragedia que transformará para siempre las vidas de todos ellos.
En buena ley melodramática, esta conciencia pasional viene acompañada de una correlativa conciencia temporal de la futilidad de la vida. Antes de encontrarse con Max, Kate comparte unos días con su tía Violet, personaje que en cierto modo -consciente de la proximidad de su muerte- le descubrirá la necesidad de apurar la vida más allá del prescrito cultivo de las apariencias:
La muerte le había abierto otra puerta y la invitaba cortésmente a que la cruzara. Mejor ser arrancado de raíz, con dolor, con sangre y aún llena de vida, como se arrancan las margaritas, que salir volando por el pasto como la paja ingrávida. Durante esos muchos años en que se mantuvo al margen de todo, sonriendo sin motivo, ¿esperaba en realidad, como las demás mujeres, convertirse en el centro del mundo, ser todo cuanto ocurría? No era de extrañar que prestase tanta enternecida atención a las pequeñas cosas cotidianas, viviendo como la gente que espera vivir de otra manera, sin menospreciar nada.
Y en un extraordinario monólogo nocturno después de haber hecho el amor con Max, esa melancolía del paso del tiempo y de la desaparición de nuestras huellas se hace casi dolorosa:
Estas horas son simplemente horas. No pueden regresar, pero ninguna hora puede hacerlo. Unas horas en una habitación, con una farola y un árbol ahí fuera, que el mañana va devorando. La hierba se enderezó cuando nuestras manos se separaron. La camarera hará esta cama y plegará el edredón de la misma manera en que lo vi plegado ayer, cuando dejé mi sombrero sobre la cama. Si pudiese volver a sacudir la lluvia de la manga de Max, pasar de nuevo el taxi ante los tamariscos, subir otra vez las escalera detrás de la criada con el lazo del delantal ladeado, volver a dejar mi sombrero en la cama...
La decisión de tener a Leopold se origina en la necesidad de combatir esta certeza de la fugacidad de nuestras vivencias: el niño se convertirá en el testimonio de esa pasión que los arrebató durante unos días. No se trata aquí, pues, de la maternidad castradora y patriarcal a la que hacíamos referencia antes, sino de un gesto de liberación y rebeldía. Que posteriormente decida abandonar al hijo y casarse con el pretendiente consagrado por ese orden que había desafiado y, más aún, que sea su marido, diez años después, el que la convenza para asumir finalmente su maternidad, no es sino un ejemplo de la sutil riqueza de un arte que elude en todo momento la proclama fácil y las posturas sin matices.
Si una aguda conciencia del tiempo obsede a los personajes de esta novela, el espacio adquiere ya desde el comienzo una preeminencia decisiva en su percepción. Más allá de servir para definirlos y encuadrarlos en una determinada posición social, la descripción de espacios y objetos condensa una intensa resonancia emocional en la que situaciones y personajes vibran en armónicos que desbordan los cauces del estricto realismo, acercándose a una suerte de depurado y reflexivo simbolismo. El ambiente opresivo de la casa de París, de tintes claramente goticistas, no es solo una prolongación de la malsana voluntad de poder de su dueña, sino que posee una vida latente y peligrosa:
A Henrietta, el interior del edificio [...] le resultó mucho más que novedoso: le resultó antagónico, como si aquella casa la hubiesen ideado para que ella saliese huyendo de allí. Le daba la impresión de que la casa no resultaba natural, sino que más bien estaba actuando. Los objetos decorativos no se hallaban allí para ser contemplados, sino para echársele encima en tropel, cada uno de ellos profieriendo su grito agresivo.
En otras ocasiones el trazo es tan breve como restallante:
La señora Michaelis se dio la vuelta, como una estatua en movimiento, para mirar a su hija más de cerca, aunque manteniendo la distancia. Karen le regaló una sonrisa y quedaron inmóviles sobre la blancura intensa de la alfombrilla de la chimenea.
O:
Karen había dejado de dominar la casa con la mirada: la casa, con su ojo fijo, era la que dominaba a Karen. Continuaba representando su papel en medio del ensueño de una angustia infundada.
Intenso melodrama sobre la ley y el deseo, punzante reflexión sobre el tiempo o turbadora inquisición en las contradicciones de la maternidad, La casa en París es también, y sobre todo, una novela sobre el surgimiento de la conciencia infantil a través del abandono y la pérdida; una iniciación al mundo adulto de la culpa, la soledad y el desnudo dolor de existir:
Sus lágrimas contenidas eran mucho más que sus propias lágrimas: parecían todas las lágrimas que siempre se han contenido, todas esas lágrimas que la sequedad del cuerpo, la edad, la mezquindad o la ira han impedido que broten del hombre que permanece de pie junto a un avión derribado, de la mujer que rompe la carta fatal que ha recibido y arroja los pedazos impasiblemente a la chimenea, de la gente que observa cómo se quema la casa familiar o del general que entrega su espada. Esas lágrimas postergadas que se desatan ante la visión transitoriamente lúcida del dolor. Henrietta no sabía hasta qué punto se daba cuenta Leopold de cuánto en aquel momento había muerto para él: los paisajes, sus propias vivencias, las manos que se acercaban y disipaban sus recelos.
Una auténtica joya.

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